Mis fantasmas,aunque ocultos en los pliegues de la memoria, no son invisibles. puedo distinguir perfectamente sus ojos abiertos de par en par en la distancia de los años. Mi infancia fue solitaria, pero sobre todo silenciosa. Y cuando el silencio se instala en un cuerpo es muy difícil expulsarlo. Un proverbio judío sentencia: "Hay que guardarse bien del agua silenciosa, de un perro silencioso, y de un enemigo silencioso". En realidad, a menudo me encuentro añorando el sigilo de las tardes de verano o la quietud de las Navidades ante el fuego en casa de la madrina.
Ninguno de los libros que he leído, nadie que haya conocido, me ha podido hacer olvidar aquel silencio sincero y terrible, amplio y acogedor, sencillo y feliz, de mi infancia.
El deseo de escribir solo esconde las ganas de guarecerme nuevamente bajo un gran silencio, La certeza de constatar que todos los que hablan se equivocan. El asco que me producen algunas palabras.
No hay nadie que sea feliz, porque el mar de silencios ahoga esta posibilidad. Convertido en una persona aislada y taciturna, busco con desasosiego el silencio que esconde cada palabra, la quietud en el fondo de las expresiones, la tranquilidad bajo el griterío con que nuestra cultura ha transformado la vida, quizás como una manera de recuperar aquel compás de espera. En fiestas huyo de la ciudad persiguiendo la placidez del mar.
No escucho palabras en la memoria, no recuerdo sonidos, ninguna música me evoca nada (mucho menos los villancicos), únicamente constato la persistente presencia de un vacío cruel y plácido que a menudo evoco en silencio, porque no hay nada que incite mas al calma que un reloj parado, un reloj adormecido.